“He aquí la esclava del Señor” (Lc 1,38)
Un día de 1651, en una región montañosa de lo que hoy es el estado Portuguesa, un Cacique de nombre Coromoto y su mujer, de la tribu de los Cospes, recibieron la visita de una Bella Señora que, sonriente, con un hermoso niño en sus brazos y caminando sobre las aguas de una quebrada, habló al Cacique en su idioma y le dijo: “sal a donde están los blancos para que reciban el agua sobre la cabeza y así puedan ir al cielo”.
La Mujer escogida por el Dios Omnipotente para ser Madre de su Hijo, desde el momento en que le fuera revelado el plan de Dios para ella, se asoció con plena libertad a ese plan de salvación con unas palabras que, desde aquel momento, han trascendido la historia de la humanidad de los tiempos subsiguientes: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38) y, a partir de ese instante, como su amadísimo Hijo, su único deseo, «su alimento», ha sido «hacer la voluntad del Padre» (Cf. Jn 4,34) que es la misma voluntad de su Hijo.
Y la voluntad del Padre es que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4) que es Jesucristo (Cf. Jn 14,6).
Entonces, si la voluntad de Dios es «que todos los hombres se salven», la Madre de Jesús, desde que recibió la encomienda de ser la madre de los hermanos de Jesús (Cf. Jn 19,26), los hijos adoptivos del Padre en Cristo, comprendió que su misión era trabajar incansablemente por la salvación de esos hijos amados del Padre que ahora son también hijos amados suyos, y asumió esa misión «con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas»(Cf. Mc 12,30: Dt 6,4-5).
Un itinerario para la salvación
La Santísima Virgen, hemos leído en la Sagrada Escritura, guardaba en su corazón la palabra de Dios (Cf. Lc 2,19), esto indica que la meditaba y la tenía presente continuamente para hacerla vida. Seguro tiene presentes tres afirmaciones de su Hijo que expresan el itinerario necesario para la salvación de toda persona: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10), «El que crea y se bautice, se salvará» (Mc 16,16) y «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a aquél a quien tú has enviado, Jesucristo.» (Jn 17,3).
Así que, para ella, la vida abundante que vino a traer Jesús es la salvación del Padre, la vida eterna, y la vida eterna es Jesucristo, único Señor y Salvador (Cf. Jn 14,6). Por tanto, para acceder a la salvación es indispensable creer, conocer y aceptar a Cristo como Señor y Salvador; es importante asumir como propio su proyecto del Reino de Dios que tiene como culmen la salvación, la vida abundante y eterna. Y, para acceder a la salvación, es necesario el bautismo.
Cuando la Bella Señora se presentó ante el Cacique Coromoto y le pidió que recibieran él y su tribu «el agua sobre la cabeza y así puedan ir al cielo», en esas pocas palabras, le señaló el camino a la salvación. ¿Qué estaba haciendo la Bella Señora con el indígena? Cumpliendo la misión que le fuera encomendada por su Hijo al pie de la Cruz, cuidar de que él y su pueblo alcanzaran la salvación, la vida eterna.
Por qué la insistencia de la Bella Señora
Ahora, recordemos la perseverancia de la Bella Señora para llevar su mensaje al Cacique y a su gente. Después de la primera aparición y de la consiguiente obediencia de ellos, continuó presentándose a los niños de la tribu durante un buen tiempo. Y, a pesar de la rebeldía del Cacique, de su rabia y enojo, Ella sigue insistiendo para lograr su propósito: que el Cacique y su pueblo se apropien del cielo, es decir, de la salvación en Cristo por el bautismo.
Podríamos preguntarnos, ¿por qué la Virgen dedica tanto esfuerzo en tratar de convencer al indígena? Incluso pasa por alto su rechazo y hasta su intención de matarla, lo cual parece evidenciarse en el acto de tomar el arco y una flecha para atacarla con el fin de que lo deje de «perseguir». Y no sólo no lo abandona a causa de su rechazo y ataque, sino que, más bien, insiste y entra en la casa del Cacique. Y, más aún, se deja atrapar por él. Se queda en su mano y con su pueblo hasta nuestros días, recordándonos, continuamente, a los venezolanos y a todos los seres humanos lo que es verdaderamente importante: «ir al cielo», es decir, alcanzar la salvación por la aceptación de Cristo como nuestro Señor y Salvador.
La Santísima Virgen María es madre, la mejor de las madres. Y una buena madre se preocupa por sus hijos. Ella está siempre atenta a nuestras necesidades y bienestar. Todos tenemos experiencia de haber conocido madres que no abandonan a sus hijos y siguen amándolos y ayudándolos aunque por su conducta, según nuestro criterio, no lo merezcan. ¿Por qué tanta paciencia con este hijo rebelde? Porque, como dice un canto mariano, «una madre no se cansa de esperar».
Cuando se ama se cree en la persona amada y se espera que ésta, movida por nuestro amor, en algún momento, se descubrirá a sí misma como hija de Dios, portadora de su bondad, y, por lo tanto, capaz de actuar en el bien y de hacer de la caridad su estilo de vida. Para la Santísima Virgen, no hay persona que pueda considerarse una causa perdida. Ella lucha con la gracia del Espíritu Santo, como «llena de gracia» que es, para que abramos nuestro corazón y permitamos al Señor que moldee nuestro «espíritu indómito» y transforme «nuestro corazón de piedra en un corazón de carne» (Ez 11,19).
Por eso, nuestra Bella Señora, movida por su amor a Dios, pero también por su amor a nosotros, no sólo se aparece al Cacique Coromoto y lo invita a buscar la gracia del bautismo, sino que lo acompaña en esta empresa. Va con ellos a Soropo, el asentamiento que Juan Sánchez, como encomendero de los indígenas, organiza para que vivan mientras los prepara para recibir el bautismo. Allí, en las aguas del río cercano, sigue apareciéndose a los niños. Y, aunque los adultos no pueden verla, esta experiencia de los niños testimonia su acompañamiento y cercanía durante ese proceso que viven los indios en preparación al bautismo.
María Santísima, nuestra Madre, nunca se aleja de nosotros, sus hijos. Pero, como les sucedía a los adultos de nuestra historia, a veces, aunque la fe nos asegure su presencia, no podemos verla y nos empezamos a sentir solos, agobiados por la lucha cotidiana y cansados de un esfuerzo que nos parece infructuoso, inútil. Y nos sucede lo que a los israelitas en la travesía por el desierto. Aunque van acompañados y protegidos por Dios, que se manifiesta en forma de columna de nube durante el día para señalarles el camino y columna de fuego por la noche para alumbrarles la oscuridad (Cf. Ex 13,21-22), aunque reciben pan del cielo en el maná, agua de la roca y carne en lluvia de codornices, llega un momento en el que empiezan a mirar atrás y a añorar «los ajos y cebollas de Egipto» (Cf. Núm 11,5).
Igual le sucedió al Cacique Coromoto y empezó a echar de menos sus montañas y su vida anterior. Y, movido por estas necesidades y emociones, abandona el asentamiento y se dirige, enojado y melancólico, a su bohío, con la intención de no regresar a Soropo. Pero incluso hasta allí lo va a buscar la Bella Señora con su mirada de ternura y aceptación. Y aunque la molestia del Cacique lo mueve a atacarla, ella no deja de expresarle su amor y su deseo de hacerlo partícipe de la salvación de su Hijo.
Entre el desaliento y el llamado a una vida con sentido de trascendencia.
¿Cuántas veces nosotros habremos tenido la misma actitud con el Señor que nos ofrece su salvación con insistencia? ¿Cuántas veces habrá recibido nuestro rechazo y hasta nuestros ataques? ¿Y cuántos rechazos, desprecios y ataques no recibe la Virgen de muchos de sus hijos a quienes no se cansa de buscar e invitar a la salvación «del verdadero Dios por quien se vive»? (Palabras de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego en su aparición en el Cerro del Tepeyac, en 1531).
El gran deseo de Dios expresado por la Bella Señora es que miremos el cielo, la morada de Dios, como meta de nuestra vida y estímulo para sostenernos y animarnos en el camino. Sin embargo, ¡cuánto aventajan los pensamientos de Dios a los nuestros! (Cf. Is 55,9). Nosotros no pensamos como Dios. Él quiere que miremos al cielo y nos empeñamos en vivir mirando al suelo, nuestras aspiraciones y expectativas no van más allá del aquí y ahora, de la inmediatez. Una vida con sentido de trascendencia no siempre forma parte de nuestra motivación.
En ese cansancio del Cacique a seguir el proceso de preparación para el bautismo podemos ver reflejados nuestros desánimos y la pobreza de nuestra esperanza.
Vivir confiados en la “palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4)
Nuestro Dios y Señor, Padre rico en amor y misericordia, nos ha creado para la salvación, para la vida abundante, verdadera y eterna. Nos ha creado para la felicidad. Pero nosotros no terminamos de creer en que su amor por nosotros es eterno e infinito. Y podríamos preguntarnos ¿por qué no le creo plenamente a Dios? Sé que es bueno, que me ama y quiere lo mejor para mí, ¿por qué dudo de su amor y de la veracidad de sus palabras?
Respondamos a esta inquietud con un pensamiento de San Juan Pablo II, porque «el genio perverso de la sospecha», Satanás, nuestro único y real enemigo, introdujo en el género humano una actitud persistente de duda, de «sospecha» hacia nuestro Dios y Creador, al hacer dudar a nuestros primeros padres de la veracidad de lo dicho a ellos por Él. El ladrón que «sólo viene a robar, matar y destruir» (Jn 10,10), logró desdibujar de nuestro corazón la imagen de un Dios amoroso, Padre fiel, que «no puede negarse a Sí mismo» y, a partir de nuestra propia debilidad como seres limitados, perecederos y volubles, trastornó el plan de Dios. Y desde ese momento, dejamos de vernos como seres creados «a imagen y semejanza de Dios» y trasladamos a Dios nuestra imagen. Empezamos a ver a Dios con características humanas, con nuestras cualidades, carencias y defectos. Y, como, a veces, faltamos a la fidelidad hacia los amigos y seres queridos, nuestra visión antropomórfica de Dios nos hace restarle credibilidad y desconfiar de Él.
Pero en el corazón fiel y amoroso del Padre persiste su amor hacia nosotros, Dios de perdón y salvación no nos deja a la intemperie, bajo la tempestad de nuestras dudas. Y ansioso por rescatarnos de las garras del enemigo nos promete un Salvador «nacido de una mujer» (Cf. Gal 4,4). Una mujer que no podrá ser vencida por las artimañas del mentiroso, una mujer que le aplastará la cabeza al engañador (Cf. Gén 3,15). Una mujer que vence al enemigo con su confianza plena en Dios. Una mujer que ha sido llamada dichosa porque ha creído que lo que le ha sido dicho por Dios se cumpliría (Cf. Lc 1, 45-47).
Una mujer que le creyó a Dios, que no dudó de Él y se puso a su disposición sin pretender competir con Él y sin buscar su propio interés: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Esa mujer es la Bella Señora que incansablemente lucha por nuestra salvación y se esfuerza para que podamos ir al cielo. Y la Bella Señora sigue invitándonos a ti y a mí a vivir con sentido de trascendencia, a que nuestras aspiraciones y expectativas vayan más allá de la cotidianidad, a que tengan como meta el cielo, a que vivamos “no sólo de pan” sino desde la esperanza, confiados en la palabra que ha salido de la boca de Dios (Cf. Mt 4,4). ¿Cuál será nuestra respuesta?
Por: Dunia Mavare Adrianza
One comment on “«¿Hasta cuando me persigues?», la perseverancia de la Virgen María”
Rosa Linda
salve reina madre ruega por nosotros